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Ninguna salida a la vista: la ocupación cumple 45 años

Noam Sheizaf *

Noam Sheizaf (de su blog Coteret)

El 5 de junio, Israel celebró un doble aniversario: 45 años de la Guerra de los Seis Días y 30 años de la primera Guerra del Líbano. El nombre de esta última es engañoso: la guerra tuvo lugar en Líbano, pero fue un intento más de resolver nuestro “problema palestino” por la fuerza. Israel conquistó buena parte del país vecino (incluida su capital), instaló allí un político títere como presidente, y forzó a la OLP a salir hacia el exilio en Túnez. Pero el plan falló. Cinco años después, una revuelta popular no violenta [N. de la T: la primera intifada, en 1987] estalló en Gaza y se extendió hacia Cisjordania. Apenas una década después de la ocupación de Beirut, el líder de la OLP Yasser Arafat entraba en Gaza.

El fin de semana pasado, los diarios israelíes dedicaron muchas páginas a la guerra del Líbano. Pero su lección obvia -que la cuestión palestina no se puede resolver por la fuerza, ni se puede hacer desaparecer- casi no fue discutida. Tampoco se hizo ninguna referencia al aniversario de la Guerra de los Seis Días. Los israelíes han olvidado a los palestinos. La ocupación militar más larga del mundo está entrando en su 46º año en medio de un silencio ensordecedor.

El palestino no es el único pueblo en el mundo que carece de un estado independiente. Pero hay una diferencia fundamental entre la ocupación israelí de Cisjordania y Gaza y, por ejemplo, la ocupación china del Tibet, por no mencionar la situación del pueblo vasco en España o del pueblo kurdo en Turquía (dos comparaciones hechas a menudo por la derecha israelí). En todos esos casos, el país “ocupante” anexó el territorio y convirtió a la población que vivía en él -a veces contra su voluntad- en ciudadanos suyos. Israel nunca hizo eso; dejó que el ejército gobernara el territorio ocupado. La ocupación israelí también es diferente de la ocupación norteamericana en Irak o Afganistán, porque Israel reclama como suya la tierra que ha conquistado, porque está usando los recursos naturales de esa tierra, y porque traslada población judía hacia el territorio ocupado.

La ocupación israelí de Cisjordania es por lo tanto un fenómeno único. Entre un cuarto y la mitad de la población bajo control israelí (el número exacto depende de cómo se calcule la población palestina, y si se cuenta o no a Gaza) no goza de los derechos civiles más básicos ni tiene representación política alguna en el régimen que la controla. Israel es una democracia decente para sus ciudadanos judíos. Para los palestinos, es una dictadura brutal.

Yo nací en 1974, siete años y medio después de la conquista de Cisjordania y Gaza. Recuerdo a los jornaleros de los territorios palestinos parados en las esquinas, de mañana temprano, esperando para ser contratados. Más tarde el cantante israelí Ehud Banai escribió una canción popular sobre los palestinos que construían Tel Aviv. Hoy, los palestinos tienen prohibido cruzar la Línea Verde; en su lugar, están construyendo casas en los asentamientos [N. de la T: colonias israelíes en los territorios ocupados].

En una de las visitas de mi abuelo a Israel, alquiló un auto y nos llevó de paseo a Cisjordania. Yo estaba fascinado por los productos jordanos que vendían en las tiendas locales, incluyendo latas de 7up, que no se vendían en Israel. Con el tiempo, a medida que Israel tomó control de la economía palestina, todo fue sustituido por productos de los grandes industriales israelíes.

Mi primera etapa como soldado en los territorios fue el día que se firmaron los Acuerdos de Oslo. Durante mi servicio obligatorio, me asignaron en y alrededor de Gaza, Nablus, Ramalah, Jericó, Belén y especialmente Hebrón (en el medio, hubo también un par de tours por el sur de Líbano). Cuando miro hacia atrás esas experiencias, siento que la mayoría de la gente no entiende la ocupación. Se necesita estar realmente allí para sentirla. Y una vez que lo haces, ella se queda en tí, de una manera u otra.

El régimen que Israel ha impuesto sobre los palestinos no es el más asesino del mundo, ni ciertamente de la historia (con la excepción de la guerra reciente sobre Gaza). El factor más impactante no es el nivel de violencia que Israel emplea contra los palestinos, sino el nivel de control que ejerce sobre ellos.

La vida de cada palestino en Cisjordania está a merced de cualquier soldado con que se encuentre. Estamos hablando de millones de personas que no tienen las más elementales garantías que una población civil tiene en cualquier parte. Todos los palestinos son juzgados por tribunales militares, donde los fiscales y los jueces visten el mismo uniforme: el del ejército israelí. Los palestinos no tienen permiso para salir de Cisjordania sin un permiso militar. Son sometidos a largas colas en los checkpoints y a revisaciones arbitrarias en cualquier momento que se crucen con un soldado. Los soldados entran a los hogares palestinos a cualquier hora del día o de la noche sin orden judicial. Cuando un palestino es maltratado por un soldado, sirve de muy poco presentar una queja, porque el ejército no tiene los controles ni la independencia de una autoridad civil. Los palestinos no son israelíes con menos derechos: son prisioneros de los israelíes. Yo sé esto porque he visto la ocupación en acción y estuve directamente involucrado en ella.

Y lo peor de todo: un hombre palestino de mi edad no ha sido libre ni un solo día de su vida.

Si eso no es suficiente, ahí están las colonias. La primera surgió menos de un año después de la Guerra de los Seis Días, con la bendición de gran parte de la izquierda sionista. Al contrario de la creencia popular, nunca hubo una discusión real en Israel acerca de las colonias, excepto sobre la ubicación, la naturaleza y el tamaño de ellas. Según el consenso, colonizar Jerusalén Oriental, Cisjordania y Gaza era un juego justo. El resultado: hoy hay más de medio millón de judíos viviendo al este de la Línea Verde.

Las instituciones democráticas israelíes participaron en la decisión. En cierto momento a fines de los Setenta, Israel decidió que toda la tierra estatal en los territorios estaba disponible para su uso. Las oficinas gubernamentales facilitaron la construcción de viviendas para judíos en Cisjordania; la Suprema Corte aprobó la confiscación de tierras y el uso masivo de los recursos naturales palestinos; a veces incluso aprobó la confiscación de tierras privadas; y el parlamento israelí también lo aprobó aplastantemente, en las raras ocasiones en que esas cuestiones llegaron hasta él.

El peor período vino después de los Acuerdos de Oslo. El pacto dividió a Cisjordania en tres áreas, dejando la más grande bajo total control israelí [el área C]. La idea era que en seis años se firmaría un acuerdo definitivo que pondría fin a la ocupación, pero eso nunca ocurrió. Entonces, en lugar de dejar que Oslo expirara, Israel hizo otra movida brillante: empezó a actuar como si se le hubiera asignado oficialmente el área C. Hoy Israel construye carreteras, incluso nuevos barrios, espacios comerciales y centros culturales para su población en Cisjordania, al tiempo que empuja a la población palestina de esas áreas hacia sus ciudades y aldeas sobrepobladas. Cientos de casas “ilegales” palestinas son demolidas cada año, y no se otorga permisos para construir nuevas. Este despojo y desplazamiento sistemático se ha venido dando por casi medio siglo. El problema con los asentamientos no son los colonos; es el estado.

En los últimos años, la ocupación ha alcanzado su nivel más sofisticado. Es el proyecto nacional más grande emprendido por Israel. En él participan los mejores y los más brillantes: la industria de alta tecnología inventa nuevos métodos de control y supervisión de la población ocupada (el ejército se ha especializado tanto en esto que Israel exporta mucho del conocimiento adquirido en Cisjordania y Gaza hacia otros países ocupantes); los mejores juristas y académicos idean artilugios para permitir la continua apropiación de bienes y privación de derechos; y los diplomáticos más hábiles participan en una guerra de propaganda cuyo fin es convencer al mundo de que los palestinos son culpables de la ocupación. Increíblemente, la comunidad internacional está comprando esta mentira, tratando lo que es básicamente una violación de derechos humanos a escala masiva como si fuera una remota disputa sobre fronteras entre dos naciones soberanas.

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Recientemente asistí a un encuentro con un grupo de académicos y gobernantes de un país europeo. Estaban genuinamente llenos de buena voluntad, abrumados por el estancamiento del conflicto, preocupados por los dos lados y preguntando qué se podía hacer, sugiriendo proyectos conjuntos con ambas sociedades, y otras medidas para construir confianza que “junten a israelíes y palestinos”. Pero esos esfuerzos están destinados a fracasar a todo nivel, y en última instancia he llegado a pensar que contribuyen más a mantener la ocupación que a ponerle fin. Los encuentros entre israelíes y palestinos pueden parecer prometedores desde afuera, pero continúan siendo incómodos y artificiales, porque las dos partes son desiguales: uno tiene todos los privilegios y el otro no tiene ni los derechos humanos básicos. Nadie espera que los prisioneros se hagan amigos de sus guardias, aun si son los prisioneros más encantadores y los guardias mejor intencionados.

Hay otro problema fundamental: el status quo es bueno para los israelíes y malo para los palestinos. Digo esto como israelí que quiere seguir disfrutando de la gran vida que este país puede ofrecerle a (algunos de) sus ciudadanos. Siendo las dos soluciones -un estado o dos estados- tan costosas y peligrosas, mantener las cosas como están parece ser la mejor opción para los gobernantes israelíes. Mientras tengan poder para mantener el status quo, lo harán. La mayoría de la sociedad israelí está de acuerdo, y la comunidad internacional no está dispuesta a gastar ningún capital político en cambiar de opinión. Los políticos de derecha aquí y en EEUU están vendiéndole a la gente fantasías, como si fuera posible conservar Cisjordania para siempre, o dar a los palestinos el derecho de votar por el parlamento jordano, o una “autonomía mejorada”, u otras ideas similares que sólo son nombres codificados del apartheid. Bajo esas circunstancias, los debates sobre las soluciones posibles son ejercicios intelectuales sin sentido. En verdad no hay ninguna salida a la vista.

* Noam Sheizaf es un periodista israelí independiente que vive y trabaja en Tel Aviv. Ha publicado en Ynet, Maariv, Yedioth Ahronoth, The Nation y Haaretz. Tiene la sección “Promised Land” en la revista digital “+972 Magazine”. Antes de ser periodista, fue soldado del ejército israelí por cuatro años y medio.

Publicado originalmente en +972 Magazine.

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